El jueves 4 de octubre tuve una experiencia de lo más
interesante.
El martes 2 llegué tarde a una clase de español, porque
había tenido clase de técnica vocal a las tres de la tarde, en la sede E de la
universidad, la Escuela de Artes y Letras, en la calle 71 con Av. Caracas, y
luego fui hasta la calle 140 a comprar unos materiales para otra clase. Después
de eso, tomé un bus para regresar a la universidad, pero esta vez me dirigía a
la biblioteca, donde tendría la clase de español. Para mi desgracia –desgracia
porque tenía una exposición-, había un trancón más o menos desde la calle 134
con Av. 19 hasta quién sabe dónde. En la carrera 11, como es usual a esa hora,
también estaba todo medio-trancado, medio-en movimiento. Y llegué tarde.
En algún punto de la clase me enteré de algo que
sucedería el jueves, en la siguiente sesión de la clase. Iríamos a un teatro
–en ese momento no supe a cuál- a algo como un concierto. No escuché más, y por
alguna razón no pregunté.
Pues llegó el jueves, eran las seis de la tarde y comenzó
la clase con una exposición de mis compañeros, sobre la creatividad. Una vez
terminó la exposición, nos dispusimos a salir al aire helado de la capital. Los
relojes daban las siete y media de la noche, aproximadamente. Nuestra maestra sugirió
que las mujeres del grupo se fueran con ella en su carro, y todos estuvimos de
acuerdo. Dos compañeras, sin embargo, se fueron caminando con nosotros los
hombres. Íbamos hacia la calle 58A con carrera 16, si no me falla la memoria.
El frío entraba despreocupado por cada abertura en la
ropa de la gente, haciendo que aquellos que llevaban prendas ligeras incluso
temblaran, pero nosotros con la caminata parecíamos ser inmunes a eso.
Decidimos ir por la carrera 11 hacia el sur, y así lo
hicimos, hasta la plaza donde se encuentra la iglesia de Lourdes, y en ese
momento el grupo se dividió. Nos quedamos tres personas atrás, y no notamos que
el resto del grupo había girado hacia la carrera 13, por lo que nosotros
atravesamos la plaza, para luego ir también por esa misma carrera, pero sin
saber el paradero de los demás.
Felipe, Yeimi y este personaje. Caminamos por la 13 hasta
la calle 60, y ahí bajamos a la Caracas, para seguir yendo hacia el sur. Una
vez en la Caracas, cruzamos hasta la mitad, donde está la parte que divide a la
Carrera en sentidos sur y norte. Caminamos por esa división con los nervios de
Yeimi en aumento, por la presencia de varios indigentes en los alrededores. Al
cabo de un rato llegamos a la calle 57. Giramos para bajar por ahí, sin saber
realmente a dónde nos dirigíamos. Yo iba guiando al grupo a un teatro que he
visto sobre la 57, pero sin tener idea de cuál es el nombre de ese teatro, o
del teatro al que íbamos, en fin. Pero unos momentos después, divisamos al
resto del grupo al otro lado de la calle. Ellos cruzaron, nos encontramos, y
nos guiaron. En un momento estábamos frente a una casita en una calle de más
casitas, esperando a que abrieran la puerta, y comentando la misteriosa
desaparición de una compañera, que yo al fin nunca supe qué estaba haciendo
para perderse.
Abrieron la puerta, no recuerdo quién nos recibió, y
seguimos hacia un corredorcito, hacia la parte de abajo de la casa. Lo
recorrimos, y llegamos a una salita muy… pintoresca, si se quiere. Tenía un
pequeño barcito, unas cuantas mesas y sillas, y un puesto de recepción. Nos
instalamos allí junto con otras personas que iban a vivir la misma experiencia
que nosotros.
Con lo silencioso que soy, no disfruté particularmente de
la espera, porque las personas con las que me hubiera sentido medianamente
cómodo hablando, estaban cerca, y lejos a la vez, y siendo inseguro como suelo
ser, no me animé a nada extraordinario para dejar pasar el ratico. Hasta que al
fin un hombre que no sabría como describir, -además de que no lo recuerdo muy
bien, a pesar de que lo observé detenidamente mientras hablaba, porque fue otra
de las cosas que me llamó la atención, por lo curioso que me pareció-, nos
explicó de qué se trataba todo este asunto, y habló del teatro y bueno. Más
tarde, pasamos al teatro. Una sala que, al menos yo no habría adivinado que
estaba detrás de la vista inicial que tuve de la casa. Grande, con dos gradas,
una a cada lado de la puerta, y sobre ellas habían sillas de plástico. Otro
detalle curioso. Nos ubicamos, y enseguida, un hombre, que en ese momento
incluso me pareció un hombrecillo, con ropas blancas ligeras, descalzo y con
actitud entre relajada y tensa nos explicó nuevamente de qué se trataba. Él
era, de alguna manera, el protagonista de todo esa noche, aunque nosotros
mismos seríamos protagonistas de nuestra propia experiencia.
La idea era acostarse en la parte del frente del teatro,
donde estaba el hombre hablándonos, que estaba vacía a excepción de un tapete
cuadrado en el cual había varios instrumentos descansando. Una guitarra, una cítara, unos tambores, unas
campanas y una, o unas gaitas. Acostarse allá y escuchar la música que el
hombre tocara. Lamentablemente yo no me había enterado de que era bueno llevar
un cojín o una almohada, y una cobija. Así que me dispuse a vivir la
experiencia con la cabeza sobre mi maleta.
Me recosté, se apagaron las luces, fije mi objetivo para
la noche, cerré los ojos, y el sonido de agua cayendo sobre más agua intentó
relajarme… Pero lo que logró realmente fue alterarme. No sentí rabia, pero sí
mucha molestia, y no sabía por qué. Luego, campanas. Eso en seguida cambio mi
ambiente. Debo decir que no logré tener una experiencia similar a ninguna de
las que he escuchado de mis compañeros, o de las que escuché ese día de las
otras personas. No recuerdo el orden en el que fueron los instrumentos, pero
recuerdo que con el paso del tiempo me fui relajando como nunca me había
relajado. Muy, muy lentamente mi cuerpo se fue soltando, mis músculos se relajaron,
pero la necesidad de bostezar, -que atribuyo precisamente a esa relajación-, me
mantenía en mi estado normal. En varios puntos, y recuerdo especialmente el
inicio de los tambores, mi cuerpo se movía involuntariamente. Era como
siguiendo la vibración de los instrumentos. Comenzó con movimientos
involuntarios en los dedos, luego en las manos…. Después pasó a los pies, las
piernas, el hombro derecho, y sin embargo… Nada, tranquilidad. Varias veces
abrí los ojos y miré una luz roja que había en el techo, y, en medio de todo,
recordaba como ridiculizan a veces los efectos de la marihuana. Estar tirado en
el suelo mirando hacia arriba con una sonrisa. Hubo un punto en que estuve así,
pero dudo me haya visto igual a las ridiculizaciones.
Si no hice realmente ningún viaje, como mis compañeros,
ni tuve ninguna sensación en especial, además de la relajación, podría decirse
que no me pasó nada, tal vez. Bueno, yo tiendo a estar demasiado tenso la mayor
parte del tiempo, por todo mi rollo de ser callado e inseguro, y en fin, así
que sé que logré algo ese día por la magnitud de esa relajación, y por el hecho
de que haya sido simplemente estando tirado escuchando música. Y al terminar
todo me sentía muy, muy ligero, y mi voz sonaba muy distinta, sonaba con un
poco más de… autoridad, a como usualmente suena. Mi respiración era calmada, a
pesar de que mi actitud siguió siendo la misma de siempre casi en su totalidad.
Y al final, antes de que terminara el viaje, me quité los zapatos, y me acomodé
mejor, y ahí sí comencé a sentir que lentamente me iba, no sé a dónde. Pero fue
muy tarde, momentos después se prendieron las luces, y todos comenzaron a
levantarse. De lo que me sirvió la experiencia fue para descubrir que hay otras
maneras de mirar a mi interior, basándome en lo que he escuchado, nuevamente,
de compañeros, y en lo curiosa que fue esa ligereza después de todo lo que
pasó. Hay maneras distintas de mirar a mi interior, conocerme más, aceptarme, y
así estar en paz, que, a pesar de que tengo identificado desde hace meses el
problema de no aceptarme completamente, no consigo solucionarlo.
Para repetir y para recomendar.
Hola
ResponderEliminarMe gustaría publicar el texto, o parte de el, en mi página de facebook
Saludos
Juan Francisco Castro
* Les encargo si me envían las fotos, Gracias.