lunes, 8 de octubre de 2012

La amargura del café.

Tras la colición de dos buses y una moto en la calle 72 con Av. Caracas, la imagen de uno de los brazos de su amado Carlos, atrapado entre dos sillas a medio destrozar, mientras su dueño se desangraba en una camilla, se convirtió en el recuerdo más nítido y duradero de la vida de Verónica.

Se habían conocido tan solo un un mes atrás, y hacía dos semanas del día en que sus labios hicieron lo mismo.
Carlos no sabía dónde, pero estaba seguro de que ya había visto antes a esa figura angelical, que, al cruzar miradas con él aquel día, dibujó una sonrisa, un gesto sencillo y maravilloso.
Dos o tres días más tarde coincidirían nuevamente en tiempo y espacio, y esta vez Carlos no se resistiría a la idea de acercarse y comentar lo magnífico que era el brillo de los ojos color miel de Verónica, y lo bien que armonizaba la juguetona sonrisa de ésta con su inquietante pelo rojo. Luego de un café que supo a gloria entre carcajadas, Carlos sugirió una visita al Parque Nacional. Verónica aceptó con gusto la idea, pero le solicitó que fuera luego, porque tenía mucho trabajo, y quedaron de encontrarse en la cafetería, donde estaban sentados, ahora intercambiando números de teléfono, en caso de que la suerte no volviera a reunirlos por casualidad.
Luego de varias charlas con café en las manos que la suerte había organizado, Verónica llamó a Carlos por primera vez, y dos horas más tarde estarían sentados a unos metros de la fuente del Parque Nacional, ambos sin dar crédito a la manera en que sus corazones latían, sin poder creer que algo tan simple como un café sin dulce hubiera sido la poción causante de la pasión, de la locura que ahora compartían. Y en ese momento, en ese instante de confusión, fue cuando sus labios se saludaron. Se conviertieron en puentes para comunicar a un corazón con otro. Se besaron durante varios minutos, para luego simplemente mirarse a los ojos, Verónica con su atrapante sonrisa, y Carlos con un torpe gesto de enamorado, que ensanchaba la expresión de su compañera de cafés.
Fue el inicio de una relación que parecía tener años ya. Día a día se conocían más, y cada vez era más irremediable el efecto de la pócima. Pasaban juntos días enteros, vivieron lo que pudieron vivir.

El 31 de marzo, luego de haber estado juntos, de haberse fundido en el sentimiento por primera, y tal vez por segunda vez, después de haber pasado días, y semanas ya, explorando lo que es el querer, Carlos toma un bus en Las Aguas, para dirigirse al norte, a Los Héroes, para ir a trabajar. El hombre, de pelo castaño y ojos azules, llevaba en el rostro una expresión de felicidad, de esas que recuerdan a un niño que goza con su juego favorito, o que se divierte al descubrir cosas nuevas. Su mano se aferraba a un tubo que estaba sobre su cabeza, y a la izquierda apoyaba el equilibrio sosteniéndose de una silla.

Estación de Las Flores. Se quita los audífonos, el celular se había descargado. El bus se mueve. La Caracas está extrañamente despejada. Un motociclista se mueve demasiado rápido entre el bus de Transmilenio en el que está nuestro personaje, y un colectivo.
La moto se descontrola.
Calle 72 con Av. Caracas. La moto va de un lado a otro. Se pone frente al colectivo, obligándolo a desviarse un poco y frenar, mas éste no lo consigue. Luego, la moto entra en la vía de Transmilenio. Obliga a lo mismo. El peso y la velocidad hacen que el gigante rojo se incline, amenazando con volcarse. La moto impacta con el frente del gran bus, y luego ambos buses chocan estruendosamente, volteándose los dos, y desbaratándose.
Caos. Gritos. Llantos. Muerte.

Verónica, preocupada por no poder localizar a Carlos, va a una tienda, para dejar pasar algo de tiempo antes de volver a llamarlo. La señora de la tienda, doña Clara, después de negarse a venderle cigarrillos a la pelirroja, que había dejado de fumar dos meses atrás, le comenta que en la 72 hubo un accidente, y Verónica, que sabía que Carlos iba a trabajar, se angustia. Llama, som conseguir respuesta. Decide ir hasta el escenario de la tragedia, del jugoso escándalo que es para la televisión nacional, que comunica todo lo que pasa.
Al llegar, lucha por acercarse a los destartalados y quemados buses, viendo que están rodeados de ambulancias. Por fin lo consigue. Enseguida, como si sus ojos y todo su cuerpo fuera un localizador, ve con horror la escena que se grabará en su memoria para nunca borrarse.

Carlos, tendido sobre una camilla, y rodeado de paramédicos, se desangra. Su brazo izquierdo no está con él, y desde su hombro brota la sangre a chorros, cubriéndolo todo, tejiendo una alfombra para la llegada del encapuchado que se llevaría su vida.
Verónica corre, empujando a todo el que se interpone entre ella y su amado. Con los ojos como derritiéndose, se pone de rodillas junto a él, le toma la mano que le queda, con la esperanza de que él sabrá que ella está ahí. Él aprieta las delgadas manos de Verónica con la poca fuerza que tiene. Está pálido, cada vez más pálido, y mira al cielo con ojos vidriosos. Los médicos parecen ineptos al no hacer nada, además de mirar la escena. El día soleado es lluvioso en los ojos de Verónica, y es casi negro en los de Carlos.
La alfombra está terminada. Verónica lo sabe, y besa a su compañero de cafés una última vez, tan apasionadamente como la primera. Susurra en su oído palabras de amor que, con voz débil, él corresponde. Ella lo abraza con todas sus fuerzas, y él sigue observando el cielo, hasta que el encapuchado se lo lleva por fin.

Mateo Daza.

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